Los acontecimientos que narro a continuación no serán
dignos de un Best Seller y tampoco de
una película; no tendrán trascendencia y no serán relevantes para nadie… Sin
embargo, es mi deber informar al mundo la siguiente verdad:
La fecha exacta de mi nacimiento no es valiosa
para exponer en esta historia pero puedo constatar que nací en la capital del
país cuando transcurría el año de 1989. Los diminutos símbolos numéricos que se
encuentran tatuados sobre las palmas de mis manos lo prueban y lo único seguro
de todos ellos es que nací en 1989 y en la capital del país porque, hasta hoy,
sigo sin conocer el significado de los siguientes ocho dígitos que constituyen
mi nombre completo. No puedo recordar si sentí dolor cuando me fue grabado
sobre la piel o si alguien me explicó la razón de esta cruel ley… o si tuve
padres alguna vez.
La memoria más antigua que tengo fue cuando
recibí una tremenda tunda por parte de la regente del orfelinato porque no pude
recordar los once números que componen mi nombre. Calculo que yo tenía tres o
cuatro años de vida cuando los golpes y moretones de mi pequeño cuerpo me
despertaron en el mismo infierno. La mayor parte de mi infancia fue brutal y,
como si no fuese lo suficientemente duro ser huérfano y tener por nombre once
dígitos tatuados en las manos, todos los niños que vivíamos ahí soportábamos el
maltrato de los guardianes: el miedo, los insultos, los golpes y la falta de
alimentación eran con lo que nos tenían sometidos.
Cada año y durante los siguientes cinco, el representante del gobierno venía a
visitarnos para “inspeccionar” las condiciones del orfelinato. Nuestras
obligaciones durante la visita eran pintar sonrisas, hacernos fotografías
mientras jugábamos alegremente con los guardianes, cantar canciones y demostrarles
a los ignorantes reporteros de los medios de comunicación lo agradable de
nuestra condición y recitar festivamente cada numérico nombre. El representante
liberaba a los niños más sanos del lugar para que no volvieran jamás y una vez
terminada la farsa, la ola infernal azotaba nuestro pedazo de tierra.
La esperanza de una mejor vida cruzó mi mente
cuando cumplí 12 años: la anciana regente me envió fuera de la capital para
colocarme de aprendiz. En ese momento ya no me importaba mi nuevo lugar de
residencia porque me sentía feliz de librarme de los abusos, las enfermedades y
la falta de comida… pero me di cuenta de que el mundo era igual a donde yo
fuese.
Comencé a trabajar en una enorme casa cuyos visitantes gustaban de nombres como el
mío. En incontables ocasiones fui víctima de extrañas y dolorosas necesidades
de hombres y mujeres con apetitos cada vez más insaciables. Resistí todo lo
mejor que pude hasta que llegó el momento en el que mis primeros tres dígitos
ya no era del gusto de los visitantes y me colocaron en una casa diferente con
huéspedes diferentes.
Y después en otra…
Y luego en otra...
Actualmente poseo algunas casas: unas cuantas
las dedico al adiestramiento de tristes huérfanos tatuados que recitan sus nombres
sin importancia y las otras al albergue de felices visitantes con nombres
poderosos.
Cómo expuse desde el principio, estos acontecimientos
no son relevantes ni trascendentes… Esta narración es simplemente de mi
memoria.